FL - Erté

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lunes, 16 de agosto de 2010

RELATO QUE NADA EN UN VACIO

Aquí empieza una historia, un relato que nunca se ha escrito, sólo se ha limitado a correr de voz en voz, a vox populi, de mente a persona, de una generación a la próxima. Ahora usted, caro, bienaventurado y sano escucha, la cantará o la contará como mejor le parezca, como quisiese adaptarla, la amoldará a su estilo y la difundirá. Y si por el contrario decidiese olvidarla, cuente su propia historia.
Durante algunos años, en un cuarto de siglo cualquiera, vivió -cerca de un pedazo de costa y de río- un humano que había nacido para ser artista. Lo había engendrado la Tierra de su propio seno, y eran los aires y las mares los que fueron testigos de su nacimiento. Gracias a los grandes espíritus, aquellos que se guardan bajo la protección de los macrodioses en la ultratósfera, había aprendido lo necesario a través de las obras de arte, especialmente de la Literatura, con esta sentía sencillamente que le era posible tocar el sutil velo de las Musas de Zeus.
Su buena disposición para aprender leyendo, lo exhortaba como es natural, a reproducirse en arte. A manifestar una reacción única, inédita e hierática en la cultura del hombre. Ese arrojamiento a crear que tiene todo artista y esa intuición para reproducir de aquello de lo que se aprende.
Pero para su propia desgracia y sin fortuna, al hacerse hombre fue llevado a las tierras humanas, los macrodioses lo habían olvidado, y él los había olvidado a ellos. Era un hombre, un simple hombre más en la atmosfera terrestre. Un simple humanoide como los múltiples que existían, y que se repartían entre los virtuosos y los zánganos, ambos necesarios en la especie.
Por ser olvidado, apenas este hombre tomaba herramienta en mano y objeto en potencia, su mente se aletargaba, incapaz de sus manos mover, estático, como un Rodán frente a su materia prima. Se convertía en un pensador que buscaba respuestas o reacciones desde adentro de su conjunto de lecturas, bien o medio bien hechas, dentro de aquellas que se albergaban en la mente bóveda de su conocimiento, y callaban y rehuían estas mismas repuestas y reacciones al blanco papel, al lienzo cuadriculado, a la dura piedra, al caliente y frio bronce; invisibles de lo concreto y de lo real.
Así, demudaba a un estado de absurdo ensueño y de representaciones de imágenes que como grande artista podían acaecerle. Con sus manos inertes se representaba en escenas casi invisibles de aprobaciones de terceros, de éxitos de resultados, de grandeza, admiraciones y de fama, por lo bello, genial y encantador de su obra. Era una especie de audioyvideo abstracto que lo endulzaba en regocijo con su ser.
Esa subida que había sido muy alta, hacia el Olimpo del Elogio, se convertía en un descenso inesperado, tortuoso en caída, al dar en la cuenta de que su cruda realidad era otra, y el Olimpo se veía allá, y más allá, cada vez más invisible a sus alcances. Inútil, se desesperaba y caía en las tierras de la congoja y la autorecriminación. Y el hombre sin armas para luchar, sentía desprecio de sí mismo.
Dentro de esa misma quimera, y sintiéndose culpable, inverosímil, cavilaba los alcances de su creación, el tiempo que le llevaría, los conocimientos a los que debía acceder, los grandes esfuerzos u heroicas jornadas que tomaría la obra para hacerse plena. Aquí, en este periodo diminuto de tiempo, después de cavilar, se allegaba al horror de caer sin fuerzas antes de terminar o de no poder empezarla jamás.
Peleaba consigo mismo, y se derrotaba, y así casi nunca ponía manos en ejecución.
De las pocas oportunidades, en las ocasionalmente sucedidas, cuando una fecunda idea se paraba en su entendimiento, y ella cándida, lo incitaba a tomar pluma, pincel o cincel, para  encaminar un impulso de creación; a medida que su obra tomaba algo de forma, y con pocos metros de elaboración del largo recorrido que debía caminarse para terminarla, la examinaba y la veía de inmediato pequeña e indigna de lo que él había atestiguado en las bibliotecas, en los museos, en las galerías. Desesperanzado y como reacción, se sumergía en jornadas extenuantes de lecturas, para olvidar su frágil condición, para vivir en otro, para navegar en la apariencia de otro ser, mucho más grande que él, porque él era solo una cucaracha indigna siquiera de poder vivir.
Las obras las conseguía en un pequeño abastecimiento comercial, en el centro de la ciudad. Las compraba más con ingenuidad que con prudencia, sin fuertes impulsos por adquirir alguna previamente consultada consigo mismo. Sólo se acercaba al vendedor que mejor le pareciera y escogía de su repertorio. Elegía de entre la vaga lista de obras que se suponía debían haber pasado por su cabeza. Un Alonso de Ercilla, un Cepeda, un Sábato, un Aristófanes, o un Brumier, o cualquier otro, solo que hubiera dado cuenta antes de su existencia.
Los que sabemos y cantamos esta historia, cada uno de nosotros a su manera y reproducida de quien la oyó, contamos en acierto, que un día después de rumiar palabras, letras, líneas, párrafos, y textos de algunos libros, con supremo apetito por cada uno de ellos, el rostro se le demudó en un atípico gesto de sorpresa con lo que leía. Ni siquiera pestañeaba, sus ojos hubieran podido secarse hasta la muerte funcional. Era como si desde el infinito más allá, los macrodioses que lo habían olvidado, lo hubiesen recordado y puesto en su camino aquellos libros, o quizás los grandes espíritus que lo cuidaron hasta antes de ser olvidado, le hubieron enviado un presente. Los libros que pasaron por sus manos fueron estos encantadores de almas: “La tía Tula”, y “Cómo se hace una novela” ambos de Unamuno; “Lebensabriß” de Thomas Mann; y “Poeta menor” de Alán Salvagüe. Como dije quedó con sus ánimos turbados, limitándose instintivamente a caminar, sin rumbo fijo. De manera extraña dirigía sus pasos entre una maraña de ideas e imágenes, hasta el inconcebible punto de dejar de pensar. De apagar parcialmente su conciencia, y de no representarse en nada. Sin embargo, no dejo de caminar. Así, de repente, se vio al borde del puente que atraviesa al Río Yuma, y sin pensar en matarse, ya que no pensaba absolutamente en nada, se arrojo a las aguas del río que le había dado sus aposentos.
Por razones que solo los macrodioses entienden, sobrevivió. Pescadores del lugar lo encontraron, salvándole la vida con su cuerpo deformado. El extraño que se había arrojado desde la construcción no poseía ya piernas, tal vez –se repetían los pescadores– las había perdido por la cantidad de objetos que arrastra la corriente o por la cantidad de caimanes que habitan en el río grande.
Al tiempo, después de que recobró conciencia y de que se vio sin sus extensiones, su expresión dejo salir un vago y agudo dolor, pero suprimido ipso facto de manera tan macabra, que desembocó en un silencio e inmutaciones excepcionales: su cara hierática en una expresión de eterna indiferencia. El Yuma, el Río de sus macrodioses, se había llevado desde ese momento también su voz.
Luego de un tiempo, al verse con  algo de energías, decidió tomar pluma, o pincel o cincel, o cualquier cosa que fuera para empezar algo que ni él mismo sabía lo que era, solo se dejo ir, hacia algún lugar. Horas, malos escritos; días, pinturas inservibles; meses, esculturas amorfas. Años debieron pasar para que aquel hombre se adaptara completamente a su condición de desprotección ante los macrodioses.
Encerrado a solas, garabateaba o golpeaba. En aquella ocasión, se empezaron a procrear en plena oscuridad, como diminutas luciérnagas, obras que lograron penetrar en lo insondable de su espíritu. Vieron la luz composiciones de la grandeza Darío, Tolstoi, o Unamuno; creaciones que narraban hazañas como las de Ossian, Agamenón, Edipo; pinturas dignas de Píndaro; obras del nivel Obregón. Lastimosamente sólo pocos pudieron  *acceder a sus creaciones, todas se las llevo consigo, como las aguas inmortales de aquel pedazo de tierra se había llevado su voz y sus piernas. Decidió enterrarse con sus manuscritos, pinturas y esculturas. Siendo estos sus últimos deseos, aquellos que lo rodearon satisficieron todo de inicio a fin.
Antes de que aquella ciudad desapareciese, se leían estas palabras a modo de epitafio en una lápida, que probablemente él forjara: “Pensé. En horror desvanecí. Pero renacer fue el último aliento para dejar de existir”.
Caro oidor, establecimos contacto para que escuchases una historia que te habría de interesar sólo por su sentido estético. Este relato que nada en un vacio, en una Laguna Negra, insondable, y que se muestra casi ininteligible en sus primeras impresiones, es lo que solo he tenido para contarte. Y si de tu agrado no fue, puedes amablemente seguirte por lo que he dicho en el principio. 

5 comentarios:

  1. X-mal Barranquilla. Muy pronto para emitir juicio alguno. Quisiera leer más. (Fin)

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  2. Maravillozo escrito a manera de muza literaria,diria exelente ensayo o narracion,cabe destacar la originalidad del escribano que perdiendose en este mundo de fantoche por fin consiguiera ser escuchado y leido.
    felicitaciones mil con el impulso de la magia espero ver de nuevo sus cuentos.

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  3. John, creo que podría reconocer un escrito tuyo leálo donde lo lea...éste tiene un toque diferente más que nadie tu lo sabes, espero te sientas más satisfecho.
    S. T.

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  4. Aun es suceptible de correcciones.

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  5. hola mi querido amigo sabes me gustaria verte y hablar sobre tus cuentos, tambien te quierto contar muchas historias que he vivido en tos estos paises que bueno lo que haces, yo volvi a bolivia, estoy en santa cruz pero creo que voy a la paz, tomo un vuelo a ecuador en diciembre estoy en calicreo que nois veremos en colombia

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