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jueves, 25 de noviembre de 2010

TAN SOLO UN EXTRAÑO SUCESO

“Eran las nueve de la noche en la ciudad que llaman la Arenosa, y Roxana nunca despertó…”. Estas palabras las elevaba hasta lo más profundo de su memoria en el instante en que acostumbraba dirigirse hacia su hogar. A Héctor Díaz esta frase no debía olvidársele. La escucho a un par de transeúntes que subían por la acera: un niño asido de la mano de una señora, probablemente madre del chiquillo que le preguntaba –Mamá ¿Cuál es la ciudad “la Arenosa”?–, y la señora, absorta en una llamada telefónica que la ubicaba en cualquier parte de la tierra menos en este continente, le respondió, –Roxana ¡despierta! Son las nueve de la noche–.

Esto lo escuchó en el momento en que recogía sus útiles de estudio y mientras miraba a través de una pequeña ventana, ubicada a su derecha. El niño al no ver relación alguna en la respuesta con su pregunta, quedó boquiabierto con una leve inclinación de su cabeza, especie de letargo que no sobrepasó algunas milésimas de segundo al ver que un pequeño carro de helados circulaba por la Carrera Cuarenta y Tres.

Eran las nueve de la noche en el maltrecho y ebrio camino de la Calle Cincuenta y Una, que cruza la anterior. Héctor a diario recorría unas cuatro cuadras desde su colegio hasta esa interjección que es también llamada Calle Murillo, para tomar su acostumbrado colectivo. Sin embargo, le parecía que cada noche experimentaba nuevos sucesos con los mismos personajes nocturnos y vagabundos, los más interesantes e ignorados eventos en la muchedumbre transeúnte.

Era especial para Héctor atizar los sentidos respecto a lo que pasaba en derredor, ya que, como se lo había propuesto él mismo, debía recoger el mayor número de ideas posibles para comenzar ciertos escritos. Miraba a su izquierda y veía el desordenado transitar de los automotores con sus conductores jactos de recorrer kilómetros de cemento: subían y bajaban; doblaban, bajaban y subían; y detenían, obligados por el tricolor electromecánico. A algún conductor se le acercaba uno de aquellos jóvenes o viejos amantes o repugnantes en exceso de la vida callejera, para limpiar su parabrisas por unos pocos pesos. Miraba Hector a su izquierda y veía un “parche”; los miraba y caía en cuenta de que eran los mismos que limpiaban parabrisas y que gastaban su dinero en alucinógenos –¡Vaya!– se decía Héctor a sí mismo –otra buena idea para mis textos. Finalizado su circunloquio, sintió como si alguna presencia fuese a acercársele rápidamente desde atrás, y volteó azorado por aquella sensación. Nada, solo veía unas pocas personas, regadas al azar y cada una en su propia vida.

En realidad Héctor nunca había hecho un escrito serio. Limitaba su escritura a satisfacer las exigencias de sus profesores en el colegio. Era el caso de aquellos momentos en que Héctor debía elaborar un escrito investigativo encargado por su profesor de Aerodinámica, que consistía en explicar una serie de fenómenos ocurridos durante los problemas que sobrellevan los vuelos de aviones a propulsión. No obstante, a Héctor estos escritos no le satisfacían. Leía la teoría en dos lenguas que le gustaban mucho, el alemán y el ruso, pero a pesar de eso, a la hora de escribir algo, inclusive en español, llegaba a ejecutarlos con tal desaliento, que al recibir sus notas evaluativas no las miraba, sabiendo de antemano que lo hecho no era bueno. Estas calificaciones nunca sobrepasaban los cuatro puntos. Al considerar esto, casi siempre tomaba alguna novela o compendio de cuentos de los que le gustaba engullirse y se olvidaba de darle el tiempo justo a sus tareas. Además, juzgaba como mediocre a su profesor.

A pesar de esto tenía una convicción tal de lo que debía hacer, que había recogido unas mil ideas para redactar por escrito. Muchas arrojadas como ropa sucia al canasto de la memoria. Aunque había olvidado un sinnúmero de ellas, le quedaban bastantes para empezar un escrito literario sencillo y de buena calidad. Sobre esto el mismo afirmaba –Empezaré mi vida como escritor creando novelas–.

Al andar por el viandante en busca del colectivo que lo llevaría a casa, abstraído en sus tantos pensamientos bajo observación, Hector vio a una niña asida de la mano de un señor, que probablemente podría ser su padre, y recordó el acontecimiento de hacía unos pocos minutos mientras se disponía partir del salón de clases. Dentro de esas muchas ideas se encontraba esa bella locución callejera, esa otra idea que había surgido de dos frases inconexas, “Eran las nueve de la noche en la ciudad que llaman la Arenosa, y Roxana nunca despertó…”. Al tomarla en consideración una vez más, pausó por segundos su corto recorrido, y reflexionó diciéndose a sí mismo –¡Vaya idea!, empezar un escrito con aquel enunciado, puede que no sea buena realmente–.

Al contrario de sus grandes indecisiones para la escritura literaria, Héctor había realizado un buen y corto recorrido por las lecturas más interesantes, como el mismo afirmaba “Libros que se deben leer”. En un contado número de lecturas, había leído con mucho gusto y fascinación a Homero, tenía grandes apreciaciones acerca de este autor, sin perderlas debido a que el destino, la fortuna, la mala y la buena suerte lo hubiera tropezado con Jonathan Swift, que le informó, con su dura y satírica lengua que las obras de Homero no eran gran cosa como muchos pensaban. A pesar de que no estaba seguro de si era o no una convicción herrada del escritor, el solo de hecho de poseer la capacidad intelectual de poner en tela de juicio una obra de tal magnitud, de las que hablan de las hazañas de Aquiles y Ulises, se embelesaba en contemplar desde lo lejano las mentes de aquellos hombres, y sin evitarlo, cada vez se decía así mismo –Grandes fueron, y yo, yo tan pequeño–.

Allí estaba en la esquina de la Calle Murillo tomando el transporte público que lo llevaría a casa. Entró, pagó el valor del pasaje, y aun meditabundo miró por una de las ventanas. Apareció frente a sus ojos una preciosa figura, que alzaba su lánguido brazo a la altura de sus hombros en seña para detener el mismo colectivo en que marchaba. Mientras ella subía, pudo percibir que antes de entrar al colectivo, esta mujer lo había mirado, además directamente a los ojos. Subió y se sentó a su lado. El pobre Hector sufrió un ataque de repentina taquicardia, era muy tímido con las mujeres, además no sabía si su turbado ánimo era por la prodigiosa belleza de la mujer o por lo extraño del suceso. No pudo pronunciar palabra alguna mientras la mujer le decía –¡Hola! ¡¿Qué tal?! (Saludo que mezcló con una cándida sonrisa) Te he estado observando, soy la nueva estudiante que ingresó a tu misma clase el día de hoy. Me han llamado la atención tus pensamientos, esos que has estado murmurando, te escuché y solo entonces tomé la determinación de seguirte y de hablarte. Toma léelos, ya tendremos tiempo para conversar, pero no ahora, solo cuando estés listo. Se levantó, pidió parada y se marchó.

Golpe  frío de asombro, miedo y misterio. Sí, era cierto que fácilmente se envolvía en pensamientos, pero esta vez pareció que caviló en voz alta sin darse cuenta de ello. Miró alrededor para percibir si alguno había visto aquello, pero se encontró con miradas que se extrañaban de su turbado ánimo.

Respiró profundo y asomó su mirada hacia su regazo, unos libros: el primero en pasta dura con un color almagre texturizado y con letras doradas, ya casi desaparecidas en el centro de la caratula, en la que leyó “Briefe an einen jungen Dichter” de Rainer María Rilke. Sacó debajo de éste un segundo libro, también con las primeras letras un poco desvanecidas, no obstante más reciente en su edición (por lo que parecía desde sus afueras) y leyó “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos” de Juan Bosch. El más antiguo de todos mostraba “Alf layla wa-layla”, y otro más que decía “Lebensabriß”, éste lo abrió llamado por la curiosidad de no encontrar el nombre de su autor (ya borrado del todo), y encontró no sólo el nombre de Thomas Mann, también un papel tamaño media carta con un mensaje: “Aquí encontraras a manuscrito un texto de Horacio Quiroga, llamado “Decálogo del perfecto cuentista”. Lee todo esto sin preguntarte más. Por último, déjame decirte, que creo es una muy buena idea comenzar con aquella sentencia “Eran las nueve de la noche en la ciudad que llaman la Arenosa, y Roxana nunca despertó…”.

Su sorpresa no era para menos. ¿Cómo una mujer que nunca había visto en su vida, una mujer que acababa de conocer, solo en palabras (además, lo había dicho ella misma, era nueva en su clase) podía haber hecho algo tan extraño como aquello? ¿Cómo pudo escribir ese texto en aquel diminuto papel en tan poco tiempo, luego que escuchó su idea? Era inconcebible, estaba muy perturbado. Quiso ordenar sus pensamientos y movió su cabeza fuertemente a los lados, cerró los ojos, se recostó y habló para sus adentros, esta vez con la precaución de que solo se escuchara a sí mismo: –Bueno, esta extraña mujer desea ayudarme en lo que evidencié mientras caminaba, cree que estos escritos pueden ayudarme. Sé que cuatro libros y un manuscrito no me ayudaran a empezar mi vida en serio como novelista–.

Contrario a lo que pensó Héctor en aquellos instantes de desconcierto,  solo necesitaba un leve y acertado empujoncito. Los libros se lo dieron. Le tomo dos semanas leerlos y empezar la relectura del primero. Ese empujón fue tan atinado que empezó de inmediato. Y la bondadosa “sentencia” como la había llamado ella, tal vez porque se impondría a su vida: “Eran las nueve de la noche en la ciudad que llaman la Arenosa, y Roxana nunca despertó…”.

Nunca más este prospero escritor volvió a ver a la mujer, a quien consideró como la gran musa que había nacido solo con el único propósito de llevar a cabo aquella insólita tarea, la de darle esa energía mágica al motor que movería sus más íntimos impulsos para la escritura. Cuando consideró esto por primera vez, como por azar, rió muchas veces de satisfacción al saber que no sólo tendría desde ese momento una historia para contar.