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lunes, 30 de agosto de 2010

UN FIN DE VIDA

Muerte en Barranquilla

Un jolgorio de proyecciones mayúsculas se desbordaba por las calles más concurridas de la ciudad. Finalizaba el año y ya estas fiestas se mostraban incipientes con otras que atraían un carnaval mucho más licencioso. Sin embargo, en aquella tranquila calle en la que Juan de la Sierra caminaba, un espacio que se mostraba para satisfacer un espíritu, que lo que menos quería era el estar revuelto e intoxicado con las gentes que bailaban, reían, bebían, cantaban y charlaban en medio del ruido. Él apenas oía el lejano murmullo festivo; reinando una atmosfera de taciturna calidez entre el cielo abierto al caserío de estrellas, y la carretera que apenas los rayos lunares dejaban entrever.
En su despreocupado paso, Juan observaba ciertas constelaciones que había podido aprender en una enciclopedia cualquiera, y que apenas lograba recordar. Pasó sus dedos sobre La estrella Polar, Orión, la Osa Menor. Cuando casi hubo encontrado lo que él creía era la constelación de Tauro, cerró sus ojos y colocó sus manos en la frente para recordar en qué dirección era que se encontraba ésta con respecto a la Polar. Al recordar el noroccidente, abrió ojos para divisar hacia el horizonte un ente extraño, un cuerpo etéreo, al que no se le observaban sus pasos. Parecía el fantasma en pena de un monje taciturno que iba en la infructuosa búsqueda de algún pecador maldito.
La luna, las estrellas y el venir casi acompasado del otro, le permitieron ver que este llevaba puesta una gabardina negra, en sutil cuero curtido, al estilo gótico, que lo cubría de rostro a pies. Incrédulo, Juan animo sus sentidos para desechar el absurdo del monje, y asumió que debía ser un turista atraído por el cercano carnaval. Así pues, ambos mantuvieron adelante sus pasos de personas inadvertidas en su furtivo encuentro.
Ya estando casi a cinco pasos largos, unas curvas femeninas dieron forma a un cuerpo exótico y a unos movimientos graves y sensuales. A pesar de que traía el rostro algo cubierto, un fulgor que vino de sus ojos resplandeció. Apenas un destello que ya se desvanecía al pasar por su lado. Esto casi lo impulsó a volver el rostro, pero rehusó de inmediato  al verse invadido por una timidez interna. Mantuvo su posición, consternándose al hecho de que sería solo una persona más que entrevería y que pronto pasaría al olvido. De modo que, se limitó a volver a las tres diáfanas estrellas de Tauro.
Un apretón no fuerte, pero sí doloroso para el alma, sintió Juan en su brazo derecho, acompañado de los espantosos lamentos de un espíritu caído, que probablemente venía del Hades:
-¡Ay señor, ayúdeme por favor!
La sujeción de su brazo, el golpe de aguja en su corazón, el aire fúnebre que llenó su cabeza, y el volver el rostro fue todo uno solo. Se encontró con unos ojos cándidos y húmedos, tenía cerca de sí una nueva luna, una de labios gráciles, que trémulos, apenas podían dejar escapar aquel grito de desesperación.
Juan ya abrumado, ya henchido de soberana filantropía, mezclada con cierto coqueteo, se arrodilló frente a la que mujer que yacía desfallecida en el suelo, la tomó por el mentón y con aire sereno le dijo:
-Dígame qué le pasa mujer.
Levantándose con el apoyo de Juan, Diana Secleman –que así dijo llamarse– le explicó que era una mensajera de altos informes, teniendo una tarea pronto a realizar. Ensimismado en el nuevo astro, Juan se puso a disposición de lo que ella necesitase para llevar a cabo tan penoso trabajo, ese que la sumía tan desesperadamente en una congoja casi interminable. Claro, no sin decirse a sí mismo que solo por esta vez se dejaría encaminar por las palabras de una extraña. Una que aunque fuera la misma Muerte, siguiera él en su propósito.
Ya repuesta de su acceso, la mujer llevó al hombre a tres minutos de distancia, ayudada entre brazos, mientras le comentaba que debía ejecutar una última encomienda para un señor que vivía en la capital del país.
En los alrededores de la carretera no había más que la extensión de un llano, y a sus espaldas, como a una legua de distancia, hacía el sur, la primera calle de la ciudad, húmeda de alcohol y orín.
Caminaron hasta llegar a un pequeño montecillo, donde extrañamente estaba oculto un automóvil bajo muchas ramas de la palma real.
Juan ya no era él, era otro gobernado por aquella mujer. Un rostro hermoso y acongojado era su debilidad. Si Juan no hubiese sido golpeado en su talón de Aquiles, si su aprendida agudeza no hubiese sido cortada, como a Sansón sus cabellos, hubiese comprendido lo insólito del suceso. Diana le pidió que despejara el auto del tosco ramaje y que abriera el baúl trasero, al momento que le entregaba las llaves y le manifestaba:
- Es usted escritor, pero ¿es lo único a que se dedica?
Al oír la palabra escritor, a Juan se le subió algo a la garganta y los pálpitos de su corazón comenzaron a ascender:
- Efectivamente, he ahí la razón de mi pobreza y de mi miseria- se limitó a responder.
Juan se sentía atrapado por una absurda confusión. No pensaba, no sabía qué hacer. En el baúl no había más que el vacio y una llanta de repuesto. Cuando iba a preguntar cómo era que sabía sobre su vida, sus ojos se encontraron una vez más con aquel celestial rostro, que le miraba como si lo conociese de antaño. Entonces calló para escuchar:
- Usted ha deshonrado en uno de sus libros a una familia de la alta sociedad del país, de herencia noble. A un miembro de este linaje le fueron revelados ciertos sucesos que tienen que ver con su vida política de estado. Estos se habían mantenido en secreto hasta el momento. Es él, el que me ha encargado la tarea.
Ya fue inevitable que se creara una fuerte tensión entre los dos. Y como si aquellas palabras fueran un antídoto contra el embelesamiento de Juan, meditó por unos segundos y luego dijo:
- Su actuación ha sido realmente discreta. Fue una información que oculté muy bien en mi última novela. Por supuesto, deduje que darían cuenta de aquello, pero para mi sorpresa ha sido muy rápido. Hasta el momento solo lo saben ustedes y yo: los delincuentes y el que realizó la investigación para dar con sus pérfidas acciones.
Diana, ya liberada de su papel de mujer necesitada, mostró la alcurnia de su descendencia noble y escrutó:
- Al revelar usted aquella fechoría que nadie descubriera antes, se ganó el odio incondicional de este hombre, que conozco muy bien, y así, su sucesiva determinación…
Apenas nuestro Juan pudo lanzar una ahogada palabra que pretendía interrogar por la supuesta resolución, cuando de manera extremadamente ágil, Diana sacó de su gabardina una pistola que le apuntó al medio de los ojos. Estos reflejaron como espejos el movimiento aniquilador y el cambio súbito en el rostro de ella: sus labios sonrieron de forma malévola, y sus brillantes ojos negros maldijeron el futuro cadáver.
Juan recibió una descarga de aire frio y fúnebre que se le incrustó en la cabeza y bajó hasta sus entrañas. Tragó saliva y recobrando valor dijo sin titubear:
- Entiendo todo. El fútil error de mi movida y lo astuto de la suya. Su apellido es un juego de palabras, que moviendo sus sílabas se lee Clemenceau, la familia tiránica y déspota con la que se ha abierto la caja de Pandora. Solo permítame dos cosas: primero, deje que yo tome mi propia vida, y segundo, acérquese a mi apartamento, en mi lugar de trabajo encontrará unos folios a manuscrito. Aquello fue enviado hace quince horas al periódico local. En el alba verá la luz del día.
Diana, ahora aun más fría, consintió un aire de desprecio y apretó el gatillo, dejando volar por los aires un estruendo y humos que también murieron gracias a la algarabía secular de la ciudad. Aquella comunidad que se deleitaba en estas grandes fiestas, y que sin descansar, esperaban a que las otras aún más grandes pudieran ya empezar.

miércoles, 25 de agosto de 2010

ÚNICA OCASIÓN PARA CONTEMPLARLA

Con esa extrema curiosidad como cuando por primera vez se ve algo, un hombre tumbado a lo largo de una cama, miraba a particulares puntos de su habitación, respirando entrecortada y difícilmente, pensando largo y profundo. Su mano derecha agarraba fuertemente su cabeza, como si quisiera no dejar salir su cerebro de sus entrañas. Por unos segundos, sus ojos se detuvieron mirando al techo: la fibra de cemento gris y sus curvas; las sombras creadas por la cercana bombilla sujeta a los maderos; cables eléctricos azules y rojos que iban entrecruzados a un tubo plástico, que se perdían en medio de una pared de concreto, de color opaco, víctima de las inclemencias del tiempo y del envejecimiento. En otro punto, pegada a la pared, se encontraba una copia impresa en papel bond de una pintura de Rafael Sanzio, en la que a manuscrito se leía “La Escuela de Atenas”. Al mirar por debajo de la imagen, a un escaparate lleno de libros se le veía junto con un equipo de audio, reproductor de long-plays, con sus discos amontonados.

Dos lágrimas salieron de sus ojos, mientras miraba la puerta de su habitación. Una imagen iba y venía en su cabeza... Hasta hacía solo un instante, se había dispuesto a salir en búsqueda de un poco de marihuana. A cinco cuadras desde su residencia una guaca albergaba a quienes deseaban no solo comprar las hojas secas de cáñamo índico, sino además, los tipos más populares de sustancias alucinógenas. En la compañía de ladronzuelos, moto-taxistas, vendedores de inutilidades, jibaros, pedigüeños, desocupados, lió y fumaba su cigarrillo, lo que no duraría más de lo necesario.

En esa ocasión se encontró con un somnífero aun más fuerte. Uno que lo haría descansar no en vida. Uno que a borbotones se encontraba en la Literatura, pero que nunca lo había acogido en la realidad subyacente. De un estado de contemplativa absorción despertó bruscamente al escuchar gritos y estruendos: “¡Policías! ¡Policías!”, quienes no muy diestros para atrapar supuestos malhechores, se habían metido armados a aquel patio. En un abrir y cerrar de ojos, como un gato montuno, aquel hombre ya se encaramaba al árbol de mangos para escapar. Sin embargo, por destino, buena o mala suerte, o enigmas indescifrables de la vida, sintió ya casi pisando la superficie del techo, que un mísero cobarde lo tomó por la bota de su pantalón, con tal ahínco, que el primer escapista al volver el rostro, vio una reptil figura que lo miró con ojos de lasciva diversión. Aquél jaloneador de vidas y nuestro hombre sólo escucharon un “¡quieto Martín hijeuputa!” y el estruendo de una bala, que los estremeció y dio para que abriera sus manos y finalmente lo soltara.

Era un hombre realmente solitario. Ese era él: un libro en la mano y meditabundo en cualquier parte. Era la meditación una bondad de su instinto. También la música lo regocijaba en su ser.

En todo aquello pensó aquel desdichado camino a su casa, para arrojarse en su cama, sin darse cuenta aun que aquella bala, que no fue dirigida hacía él, pero que, inoportuna saeta de plomo lo había alcanzado, y lo haría enfrentarse a sí mismo.

Trataba de hallarse, a su ser, con diminutos arroyuelos de sangre en rostro y manos. Se dio cuenta al ver su sangre, de que se encontraba en una reflexión única, ultimátum de vida; la de su muerte: ultima, única y verdadera.

Al saber con absoluta seguridad que moriría de una bala en la cabeza, se sintió contrariado al no sentir dolor, por el contrario, sentía un placer inexplicable. De este modo, con aspecto sombrío, y en tono lúgubre y ronco apenas dejaba escapar imperceptibles palabras:

“…se estrellan mis concepciones con estas otras, mucho más fuertes,
persuasivas y convincentes,
las de la muerte. Estas fúnebres
sentencias me hacen preguntarme
 desesperadamente,
¿Qué he aprehendido hasta este punto de vida que ya se desvanece?
Todo lo que he creído aprender a través de las letras
¿Para qué ha servido?
Estas resoluciones mortíferas
llenas de una filosofía anarca, finiquitable
y libre, de concepciones dolorosas pero acertadas,
aceptar filosóficamente la muerte.
¿Qué creer?
¿Qué he cultivado? Lamentable,
 no puedo defenderme de los pensamientos que la muerte me atrae,
no puedo, no tienen fuerza alguna los míos contra los suyos.
El olvido y el recuerdo final con resoluciones mortíferas. 

Inútil ahora seguir en esa búsqueda de mí mismo.
¿Y me he encontrado? ¿Qué o quién soy? ¡Maldita sea! No lo sé
¿Qué debo hacer? !Jah¡ Ya es muy tarde.
Este mínimo de conocimiento que conmigo está, no me lo dice.
 ¡Maldición! ¿Espero respuestas de mí?  o ¿debo ahora refugiarme
en un dios?, ¡No! Que bajo he caído. Respuestas o preguntas
 están en mí y me atormentan...
que sentimiento más hermoso este
el de querer ya acabar con lo irremediable,
me hace llorar, me hace temblar,
me hace sentir y no sentirme al mismo tiempo. ¿Este soy yo, el que cavila o ya estoy muerto?
!Oh¡ Ya espero estarlo... ”

Debido a las alteraciones mentales que causa una bala que entra y sale de un lado de la región craneal, centro de todas las actividades intelectuales, emocionales y vitales de un hombre, escuchaba extrañamente una sinfonía que conocía muy bien. Su equipo hacia girar un long-play, que se ondeaba como las olas del mar. Sí, la escuchaba, Bach en su Cello Suit 1, venia de adentro de su ser. No se sorprendía, miles de veces envolvió sus soledades, la conocía como conocería ahora la muerte, que tocaba a su hombro. Así que sonrió al reconocer el hecho de que aquella le estaba sirviendo de marcha fúnebre, y de epitafio su ultimo ahondo aliento de palabras; su lecho, su mismo cuartucho, descuidado y polvoriento. Y quienes se despedían del moribundo eran los miembros de la escuela de Atenas, mirando como se marchitaba su vida. Un gesto de extrema satisfacción se dibujo en su rostro, como si hubiese hallado la respuesta o la pregunta que con tanto ahínco buscó. La bombilla a lo alto del techo, apagó y prendió un sin número de veces, hasta quedar apagada definitivamente, y apagada así mismo la vida de aquel hombre.

lunes, 16 de agosto de 2010

RELATO QUE NADA EN UN VACIO

Aquí empieza una historia, un relato que nunca se ha escrito, sólo se ha limitado a correr de voz en voz, a vox populi, de mente a persona, de una generación a la próxima. Ahora usted, caro, bienaventurado y sano escucha, la cantará o la contará como mejor le parezca, como quisiese adaptarla, la amoldará a su estilo y la difundirá. Y si por el contrario decidiese olvidarla, cuente su propia historia.
Durante algunos años, en un cuarto de siglo cualquiera, vivió -cerca de un pedazo de costa y de río- un humano que había nacido para ser artista. Lo había engendrado la Tierra de su propio seno, y eran los aires y las mares los que fueron testigos de su nacimiento. Gracias a los grandes espíritus, aquellos que se guardan bajo la protección de los macrodioses en la ultratósfera, había aprendido lo necesario a través de las obras de arte, especialmente de la Literatura, con esta sentía sencillamente que le era posible tocar el sutil velo de las Musas de Zeus.
Su buena disposición para aprender leyendo, lo exhortaba como es natural, a reproducirse en arte. A manifestar una reacción única, inédita e hierática en la cultura del hombre. Ese arrojamiento a crear que tiene todo artista y esa intuición para reproducir de aquello de lo que se aprende.
Pero para su propia desgracia y sin fortuna, al hacerse hombre fue llevado a las tierras humanas, los macrodioses lo habían olvidado, y él los había olvidado a ellos. Era un hombre, un simple hombre más en la atmosfera terrestre. Un simple humanoide como los múltiples que existían, y que se repartían entre los virtuosos y los zánganos, ambos necesarios en la especie.
Por ser olvidado, apenas este hombre tomaba herramienta en mano y objeto en potencia, su mente se aletargaba, incapaz de sus manos mover, estático, como un Rodán frente a su materia prima. Se convertía en un pensador que buscaba respuestas o reacciones desde adentro de su conjunto de lecturas, bien o medio bien hechas, dentro de aquellas que se albergaban en la mente bóveda de su conocimiento, y callaban y rehuían estas mismas repuestas y reacciones al blanco papel, al lienzo cuadriculado, a la dura piedra, al caliente y frio bronce; invisibles de lo concreto y de lo real.
Así, demudaba a un estado de absurdo ensueño y de representaciones de imágenes que como grande artista podían acaecerle. Con sus manos inertes se representaba en escenas casi invisibles de aprobaciones de terceros, de éxitos de resultados, de grandeza, admiraciones y de fama, por lo bello, genial y encantador de su obra. Era una especie de audioyvideo abstracto que lo endulzaba en regocijo con su ser.
Esa subida que había sido muy alta, hacia el Olimpo del Elogio, se convertía en un descenso inesperado, tortuoso en caída, al dar en la cuenta de que su cruda realidad era otra, y el Olimpo se veía allá, y más allá, cada vez más invisible a sus alcances. Inútil, se desesperaba y caía en las tierras de la congoja y la autorecriminación. Y el hombre sin armas para luchar, sentía desprecio de sí mismo.
Dentro de esa misma quimera, y sintiéndose culpable, inverosímil, cavilaba los alcances de su creación, el tiempo que le llevaría, los conocimientos a los que debía acceder, los grandes esfuerzos u heroicas jornadas que tomaría la obra para hacerse plena. Aquí, en este periodo diminuto de tiempo, después de cavilar, se allegaba al horror de caer sin fuerzas antes de terminar o de no poder empezarla jamás.
Peleaba consigo mismo, y se derrotaba, y así casi nunca ponía manos en ejecución.
De las pocas oportunidades, en las ocasionalmente sucedidas, cuando una fecunda idea se paraba en su entendimiento, y ella cándida, lo incitaba a tomar pluma, pincel o cincel, para  encaminar un impulso de creación; a medida que su obra tomaba algo de forma, y con pocos metros de elaboración del largo recorrido que debía caminarse para terminarla, la examinaba y la veía de inmediato pequeña e indigna de lo que él había atestiguado en las bibliotecas, en los museos, en las galerías. Desesperanzado y como reacción, se sumergía en jornadas extenuantes de lecturas, para olvidar su frágil condición, para vivir en otro, para navegar en la apariencia de otro ser, mucho más grande que él, porque él era solo una cucaracha indigna siquiera de poder vivir.
Las obras las conseguía en un pequeño abastecimiento comercial, en el centro de la ciudad. Las compraba más con ingenuidad que con prudencia, sin fuertes impulsos por adquirir alguna previamente consultada consigo mismo. Sólo se acercaba al vendedor que mejor le pareciera y escogía de su repertorio. Elegía de entre la vaga lista de obras que se suponía debían haber pasado por su cabeza. Un Alonso de Ercilla, un Cepeda, un Sábato, un Aristófanes, o un Brumier, o cualquier otro, solo que hubiera dado cuenta antes de su existencia.
Los que sabemos y cantamos esta historia, cada uno de nosotros a su manera y reproducida de quien la oyó, contamos en acierto, que un día después de rumiar palabras, letras, líneas, párrafos, y textos de algunos libros, con supremo apetito por cada uno de ellos, el rostro se le demudó en un atípico gesto de sorpresa con lo que leía. Ni siquiera pestañeaba, sus ojos hubieran podido secarse hasta la muerte funcional. Era como si desde el infinito más allá, los macrodioses que lo habían olvidado, lo hubiesen recordado y puesto en su camino aquellos libros, o quizás los grandes espíritus que lo cuidaron hasta antes de ser olvidado, le hubieron enviado un presente. Los libros que pasaron por sus manos fueron estos encantadores de almas: “La tía Tula”, y “Cómo se hace una novela” ambos de Unamuno; “Lebensabriß” de Thomas Mann; y “Poeta menor” de Alán Salvagüe. Como dije quedó con sus ánimos turbados, limitándose instintivamente a caminar, sin rumbo fijo. De manera extraña dirigía sus pasos entre una maraña de ideas e imágenes, hasta el inconcebible punto de dejar de pensar. De apagar parcialmente su conciencia, y de no representarse en nada. Sin embargo, no dejo de caminar. Así, de repente, se vio al borde del puente que atraviesa al Río Yuma, y sin pensar en matarse, ya que no pensaba absolutamente en nada, se arrojo a las aguas del río que le había dado sus aposentos.
Por razones que solo los macrodioses entienden, sobrevivió. Pescadores del lugar lo encontraron, salvándole la vida con su cuerpo deformado. El extraño que se había arrojado desde la construcción no poseía ya piernas, tal vez –se repetían los pescadores– las había perdido por la cantidad de objetos que arrastra la corriente o por la cantidad de caimanes que habitan en el río grande.
Al tiempo, después de que recobró conciencia y de que se vio sin sus extensiones, su expresión dejo salir un vago y agudo dolor, pero suprimido ipso facto de manera tan macabra, que desembocó en un silencio e inmutaciones excepcionales: su cara hierática en una expresión de eterna indiferencia. El Yuma, el Río de sus macrodioses, se había llevado desde ese momento también su voz.
Luego de un tiempo, al verse con  algo de energías, decidió tomar pluma, o pincel o cincel, o cualquier cosa que fuera para empezar algo que ni él mismo sabía lo que era, solo se dejo ir, hacia algún lugar. Horas, malos escritos; días, pinturas inservibles; meses, esculturas amorfas. Años debieron pasar para que aquel hombre se adaptara completamente a su condición de desprotección ante los macrodioses.
Encerrado a solas, garabateaba o golpeaba. En aquella ocasión, se empezaron a procrear en plena oscuridad, como diminutas luciérnagas, obras que lograron penetrar en lo insondable de su espíritu. Vieron la luz composiciones de la grandeza Darío, Tolstoi, o Unamuno; creaciones que narraban hazañas como las de Ossian, Agamenón, Edipo; pinturas dignas de Píndaro; obras del nivel Obregón. Lastimosamente sólo pocos pudieron  *acceder a sus creaciones, todas se las llevo consigo, como las aguas inmortales de aquel pedazo de tierra se había llevado su voz y sus piernas. Decidió enterrarse con sus manuscritos, pinturas y esculturas. Siendo estos sus últimos deseos, aquellos que lo rodearon satisficieron todo de inicio a fin.
Antes de que aquella ciudad desapareciese, se leían estas palabras a modo de epitafio en una lápida, que probablemente él forjara: “Pensé. En horror desvanecí. Pero renacer fue el último aliento para dejar de existir”.
Caro oidor, establecimos contacto para que escuchases una historia que te habría de interesar sólo por su sentido estético. Este relato que nada en un vacio, en una Laguna Negra, insondable, y que se muestra casi ininteligible en sus primeras impresiones, es lo que solo he tenido para contarte. Y si de tu agrado no fue, puedes amablemente seguirte por lo que he dicho en el principio.