Muerte en Barranquilla
Un jolgorio de proyecciones mayúsculas se desbordaba por las calles más concurridas de la ciudad. Finalizaba el año y ya estas fiestas se mostraban incipientes con otras que atraían un carnaval mucho más licencioso. Sin embargo, en aquella tranquila calle en la que Juan de la Sierra caminaba, un espacio que se mostraba para satisfacer un espíritu, que lo que menos quería era el estar revuelto e intoxicado con las gentes que bailaban, reían, bebían, cantaban y charlaban en medio del ruido. Él apenas oía el lejano murmullo festivo; reinando una atmosfera de taciturna calidez entre el cielo abierto al caserío de estrellas, y la carretera que apenas los rayos lunares dejaban entrever.
En su despreocupado paso, Juan observaba ciertas constelaciones que había podido aprender en una enciclopedia cualquiera, y que apenas lograba recordar. Pasó sus dedos sobre La estrella Polar, Orión, la Osa Menor. Cuando casi hubo encontrado lo que él creía era la constelación de Tauro, cerró sus ojos y colocó sus manos en la frente para recordar en qué dirección era que se encontraba ésta con respecto a la Polar. Al recordar el noroccidente, abrió ojos para divisar hacia el horizonte un ente extraño, un cuerpo etéreo, al que no se le observaban sus pasos. Parecía el fantasma en pena de un monje taciturno que iba en la infructuosa búsqueda de algún pecador maldito.
La luna, las estrellas y el venir casi acompasado del otro, le permitieron ver que este llevaba puesta una gabardina negra, en sutil cuero curtido, al estilo gótico, que lo cubría de rostro a pies. Incrédulo, Juan animo sus sentidos para desechar el absurdo del monje, y asumió que debía ser un turista atraído por el cercano carnaval. Así pues, ambos mantuvieron adelante sus pasos de personas inadvertidas en su furtivo encuentro.
Ya estando casi a cinco pasos largos, unas curvas femeninas dieron forma a un cuerpo exótico y a unos movimientos graves y sensuales. A pesar de que traía el rostro algo cubierto, un fulgor que vino de sus ojos resplandeció. Apenas un destello que ya se desvanecía al pasar por su lado. Esto casi lo impulsó a volver el rostro, pero rehusó de inmediato al verse invadido por una timidez interna. Mantuvo su posición, consternándose al hecho de que sería solo una persona más que entrevería y que pronto pasaría al olvido. De modo que, se limitó a volver a las tres diáfanas estrellas de Tauro.
Un apretón no fuerte, pero sí doloroso para el alma, sintió Juan en su brazo derecho, acompañado de los espantosos lamentos de un espíritu caído, que probablemente venía del Hades:
-¡Ay señor, ayúdeme por favor!
La sujeción de su brazo, el golpe de aguja en su corazón, el aire fúnebre que llenó su cabeza, y el volver el rostro fue todo uno solo. Se encontró con unos ojos cándidos y húmedos, tenía cerca de sí una nueva luna, una de labios gráciles, que trémulos, apenas podían dejar escapar aquel grito de desesperación.
Juan ya abrumado, ya henchido de soberana filantropía, mezclada con cierto coqueteo, se arrodilló frente a la que mujer que yacía desfallecida en el suelo, la tomó por el mentón y con aire sereno le dijo:
-Dígame qué le pasa mujer.
Levantándose con el apoyo de Juan, Diana Secleman –que así dijo llamarse– le explicó que era una mensajera de altos informes, teniendo una tarea pronto a realizar. Ensimismado en el nuevo astro, Juan se puso a disposición de lo que ella necesitase para llevar a cabo tan penoso trabajo, ese que la sumía tan desesperadamente en una congoja casi interminable. Claro, no sin decirse a sí mismo que solo por esta vez se dejaría encaminar por las palabras de una extraña. Una que aunque fuera la misma Muerte, siguiera él en su propósito.
Ya repuesta de su acceso, la mujer llevó al hombre a tres minutos de distancia, ayudada entre brazos, mientras le comentaba que debía ejecutar una última encomienda para un señor que vivía en la capital del país.
En los alrededores de la carretera no había más que la extensión de un llano, y a sus espaldas, como a una legua de distancia, hacía el sur, la primera calle de la ciudad, húmeda de alcohol y orín.
Caminaron hasta llegar a un pequeño montecillo, donde extrañamente estaba oculto un automóvil bajo muchas ramas de la palma real.
Juan ya no era él, era otro gobernado por aquella mujer. Un rostro hermoso y acongojado era su debilidad. Si Juan no hubiese sido golpeado en su talón de Aquiles, si su aprendida agudeza no hubiese sido cortada, como a Sansón sus cabellos, hubiese comprendido lo insólito del suceso. Diana le pidió que despejara el auto del tosco ramaje y que abriera el baúl trasero, al momento que le entregaba las llaves y le manifestaba:
- Es usted escritor, pero ¿es lo único a que se dedica?
Al oír la palabra escritor, a Juan se le subió algo a la garganta y los pálpitos de su corazón comenzaron a ascender:
- Efectivamente, he ahí la razón de mi pobreza y de mi miseria- se limitó a responder.
Juan se sentía atrapado por una absurda confusión. No pensaba, no sabía qué hacer. En el baúl no había más que el vacio y una llanta de repuesto. Cuando iba a preguntar cómo era que sabía sobre su vida, sus ojos se encontraron una vez más con aquel celestial rostro, que le miraba como si lo conociese de antaño. Entonces calló para escuchar:
- Usted ha deshonrado en uno de sus libros a una familia de la alta sociedad del país, de herencia noble. A un miembro de este linaje le fueron revelados ciertos sucesos que tienen que ver con su vida política de estado. Estos se habían mantenido en secreto hasta el momento. Es él, el que me ha encargado la tarea.
Ya fue inevitable que se creara una fuerte tensión entre los dos. Y como si aquellas palabras fueran un antídoto contra el embelesamiento de Juan, meditó por unos segundos y luego dijo:
- Su actuación ha sido realmente discreta. Fue una información que oculté muy bien en mi última novela. Por supuesto, deduje que darían cuenta de aquello, pero para mi sorpresa ha sido muy rápido. Hasta el momento solo lo saben ustedes y yo: los delincuentes y el que realizó la investigación para dar con sus pérfidas acciones.
Diana, ya liberada de su papel de mujer necesitada, mostró la alcurnia de su descendencia noble y escrutó:
- Al revelar usted aquella fechoría que nadie descubriera antes, se ganó el odio incondicional de este hombre, que conozco muy bien, y así, su sucesiva determinación…
Apenas nuestro Juan pudo lanzar una ahogada palabra que pretendía interrogar por la supuesta resolución, cuando de manera extremadamente ágil, Diana sacó de su gabardina una pistola que le apuntó al medio de los ojos. Estos reflejaron como espejos el movimiento aniquilador y el cambio súbito en el rostro de ella: sus labios sonrieron de forma malévola, y sus brillantes ojos negros maldijeron el futuro cadáver.
Juan recibió una descarga de aire frio y fúnebre que se le incrustó en la cabeza y bajó hasta sus entrañas. Tragó saliva y recobrando valor dijo sin titubear:
- Entiendo todo. El fútil error de mi movida y lo astuto de la suya. Su apellido es un juego de palabras, que moviendo sus sílabas se lee Clemenceau, la familia tiránica y déspota con la que se ha abierto la caja de Pandora. Solo permítame dos cosas: primero, deje que yo tome mi propia vida, y segundo, acérquese a mi apartamento, en mi lugar de trabajo encontrará unos folios a manuscrito. Aquello fue enviado hace quince horas al periódico local. En el alba verá la luz del día.
Diana, ahora aun más fría, consintió un aire de desprecio y apretó el gatillo, dejando volar por los aires un estruendo y humos que también murieron gracias a la algarabía secular de la ciudad. Aquella comunidad que se deleitaba en estas grandes fiestas, y que sin descansar, esperaban a que las otras aún más grandes pudieran ya empezar.
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