FL - Erté

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miércoles, 20 de octubre de 2010

UNA DAMA CAPRICHOSA Y PUNTUAL

Al despertar, en lo que primero que pensé fue en el sueño que segundos antes inacabado, se me representó. Una noche, había concebido la idea de escribir uno de mis sueños, con la noble intención de ganar costumbre y refuerzo en mi memoria, y así, ganada esta habilidad, me permitiría mirar esos agudos y simples reflejos en el espejo de mi inconsciencia. Nada recordé en aquel momento. Solo vagas imágenes de no sé dónde ni quiénes; tan oscuro como el negro porvenir en el blanco papel, como recuerdo ahora haber oído a Unamuno.
Con ganas de comer y fumar un poco, preparé un rápido de panes y leche, arrojándome después a las callejuelas del barrio, para buscar el cigarrillo. Al salir, encontré la cuadra alborotada, vecinos y otros pobladores dirigían sus pasos y miradas a la calle principal, al boulevard como se acostumbra llamarlo. Me encamine con ellos y sospeché: o un nuevo asesinato o un accidente de tránsito.

Ya en la esquina, ubicada al noroccidente de mi residencia, vi una multitud de curiosos que formaban un circulo en derredor del pobre desgraciado que vendría mañana por la mañana, a hacer parte de los periódicos mortuorios, esos que han coadyuvado a distribuir las fotografías cadavéricas de la mortandad diaria del sur de la ciudad. Parecían una multitud de hormigas que extrañamente no deseaban tocar su presa. Caminaban los unos y trotaba el resto; los pocos en carros, y muchos en motocicletas (que por cierto proliferan aquí).
En la esquina vi a uno de mis primos, y curioso por ciertos detalles, me acerque hacía el que hacía las veces de heraldo, pero no a grandes voces, solo se limitaba a brindar información a quienes preguntasen. Saludé sin mencionar palabra alguna sobre el suceso, esperando lo que vendría a ser obvio: que otro más hiciera la pregunta. Milésimas de segundo después de mi llegada y alguien preguntó en tono de afirmación:
-Qué un muerto-.
Mi primo le respondió:
-Ahí, no lo ves tirado al lado de la torre. Se le ven los pies- lo decía y estiraba sus labios de trompa para indicar el lugar del hecho; al mismo tiempo, confirmaba a un cuarto que llegó solo un segundo antes.
Aquí intervine con presumida duda:
-¿En qué parte le dieron?-. Mi primo con orgullo y cierto aire despectivo, como dándome a entender lo ignorante que era, me respondió:
-Joda marica. Le entró una por aquí- y señalaba con su dedo índice el lugar anterior de la mandíbula derecha   -y le salió por acá- deslizaba sutilmente su dedo, dibujando y desdibujando una línea recta que atravesaba hasta el ojo izquierdo. Ya su mano allí, cerró y abrió sus dedos, simulando la explosión del ojo. Mostraba un placer inusitado por ser uno de los primeros en atestiguarlo.
Mi interés por el suceso me supo a comidilla habitual, así que me arrojé camino a la guaca, por el cigarro. Pasé por un lado del circulo de apenas despiertas personas, viendo en muchos que no tuvieron tiempo ni de ducharse ni de cambiarse adecuadamente. Oía entre sus murmullos las opiniones del caso: “se lo tenía merecido”, “algo tienes que hacer para que te la montaran”, “¡No joda! Mira el chorro de sangre”. Los muchos pensaban que el cadáver era el único culpable de lo sucedido, ya que si eras abaleado por sicarios, los portadores de infalibles saetas de plomo y pólvora, se juzgaba que algo “malo” habías hecho. Por un momento quise observar desde la distancia, pero el montón apenas dejaba penetrar hasta lugar observable. Me rehuí y avance desapercibido hacia mi destino, pensando en el espectáculo de circo que representaba todo aquello para ellos. Además ¿no acaso los periódicos me mostrarían imágenes puntuales del suceso? No importaba cuanto los periodistas modificaran la verdad, podía ir más allá si quería, acudiendo a las primicias de los testigos, seguro conocedores de la víctima.
Los de la prensa llegaban casi al tiempo de los policías. No obstante, después de las ambulancias, aparatejos que volaban dando grandes pasos en su vaivén de kilómetros por toda la ciudad. Los policías secundaban a los periodistas controlando la muchedumbre en círculo fijo, limitados por la cadenilla plástica de colores negro y amarillo en franjas perpendiculares, que sirven de base al conocido mensaje de peligro, en letras rojas, amarrada entre las columnas de metal de la torre y los postes de energía eléctrica. Controlada la muchedumbre por parte de los policías, quedaba entonces el cadáver listo para modelar frente a las lentes sedientas de los cuerpos mutilados, capturando el aspecto más bajo y tétrico de cada ángulo.
Hecho el examen externo por los médicos forenses (o saqueado, que eso oí a unos) el cadáver era llevado a la morgue en espera de lo que Medicina Legal determinase.
Las fotografías y una mala investigación irían a los diarios de E. o L., que eran los de menos prestigio amarillista. También a Q. y A. tan amarillos como su fiebre por los muertos y la entretención del vulgo.
Finalizado el mandando y embolsillados los cigarros, devolví con presto paso mi camino, una vez más hacia mi primo el informante, quien atendía a otro, un conductor de bus que adelantaba a paso lento su mamotreto con motor. Desde su silla preguntó con tono de afirmación:
-Qué un chulo-.
El informante devolvió:
-¡Joda! Le pegaron tres pepazos- les afirmaba a todos con el mismo ímpetu que a los demás.
Su voz se dejo escuchar de uno de los tres pasajeros, quien  por ir del lado derecho y cerca del conductor oyó lo que mi primo informaba, así éste indagó:
-¿Lo mataron hey?-.
Pensé aquí que mi primo le respondería con ese aire de presumido conocimiento con que había respondido a mi pregunta. Pero por el contrario, y una vez más, con gran entusiasmo le contestó:
-Sííí marica, ahí está, por la torre-. Apenas mi primo se daba cuenta de mi presencia. Toqué su hombro para volver a saludarlo, y le sonreí con fraternal mirada.

Sin palabra alguna me despedí volviendo a mi estancia y pensando en aquel sueño, que ahora recordaba, y que trataba del mismo capítulo que había releído antes de ir a la cama... Yo estaba y no estaba, como en los aires, un observador invisible. El Quijote estaba de pie junto a Sancho que le miraba con determinación, diciéndole que la muerte era una dama caprichosa y puntual, que llevaba sin titubear al máximo su trabajo, llevándonos a todos en su hora a la ausencia eterna. Mientras esto el Quijote decía, yo veía confusamente dentro del sueño a un ser etéreo envuelto en un habito negro, con un haz en la mano izquierda, como nos pintaron en la televisión a la Muerte, detrás de ambos personajes, pero miraba hacia mí, daba cuenta de mi presencia… luego todo se difuminó y fue tan gris como la neblina que en el Alba, en tiempos húmedos, cubre la ciudad de Tunja. Sonreí por haberme acordado, y prendí mi cigarro, disponiéndome a escribir aquel extraño sueño, que abría una pequeñísima puerta en mi inconsciencia y arrojaba una luz en mi existir.