FL - Erté

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martes, 21 de diciembre de 2010

MAQUINAR



Cuarenta y cuatro con cuarenta. Allí fue donde me bajé del colectivo, cerca al lugar de los que ganan la vida tramitando los papeles burocráticos de otros.
Me acerqué al primer hombre que vi. Intercambiaba algunas palabras con quien parecía ser su amigo y no un cliente. Le interrumpí mientras tocaba su escritorio como si llegase a la puerta de alguna casa:
-¿Sabe quién vende alguna de estas?- le pregunté, mientras tanteaba con mis dedos su superficie.
El hombre frunció el ceño y respondió negativamente, al tiempo que la persona que estaba a su lado bromeó diciendo que vendiera la suya, que él no servía pa’ eso, lanzando una larga carcajada.
Perdí interés en los hombres y escruté los alrededores para descubrir a quien finalmente me proporcionaría una, o por lo menos, una buena información. Con él ya había cruzado alguna vez ciertas palabras remitidas a sus servicios laborales. Acercándome le pregunté:
-¿Qué tal señor, se acuerda de mí?
Me miró interrogador y proseguí:
-Recuerde que ya una vez conversamos mientras usted diligenciaba unos papeles de la Cámara de Comercio del negocio de mi padre.
Aquí mostrando un esfuerzo por recordar, masculló:
-¡Ah! Sí claro. Tu eres el hijo de… este señor… Alfonso Cuentas y tu abuelo que vivió en El Campin. ¡Aja!, ¿qué necesitas?
Ya fue fácil seguirle la palabra:
-Sí, el mismo –le dije mientras tocaba sutilmente su máquina–. Necesito comprar una de estas –le di unos golpecitos y sin preconcebirlo, pienso ahora, daba la impresión de que la adquisición fuera el baluarte de mi futuro–.
El typewriter sopesó por unos segundos con la mano en su mentón mirando de arriba a abajo, y luego de esta pausa soltó finalmente:
-¿Para qué la quieres? ¿Para llenar facturas? ¿Para trabajarla, verdad? Ehhh… creo que aquí bajando por San Andresito venden unas.
Sin pensar mucho le dije:
-Trabajo. Simplemente la quiero para escribir.
El hombre sin terminar de comprenderme me informó sobre una que usaba poco, sólo cuando estaba en su casa, y podía vendérmela a buen precio. Aquí, comenzó a divagar en el cómo la adquirió muchos años atrás, comenzando por falsas atribuciones, pasando por juegos tramposos y terminando en robos inéditos. Lo escuché atento para tomar quizás su historia como un posible cuento corto, pero lo detuve adrede cuando ya no hablaba de la máquina mostrando mi interés por comprársela:
-¿De cuánto estaríamos hablando?
-Ya te dije tengo dos, la grande no te serviría, es muy pesada, la otra sí, que es pequeña y la podrás llevar a todas partes.
-Bueno, ¿cuánto valdría?- repetí serenamente aunque nunca me hubo dicho que tenía dos.
-¡Cuarenta mil pesos!- aseguró determinante.
-¡Vaya! Es más de lo que pensaba -le blofeé para empezar con el negocio, pero su reacción fue la de retomar la historia de la adquisición de dicho objeto.
Le di las gracias pareciendo abatido y me despedí para dirigirme a San Andresito. A punto de irme, el señor me detuvo para decirme que le pasara algo donde pudiese escribir su número de teléfono y dirección, y me acercase a su vivienda y viese el tan buen estado en el que se encontraba su máquina.
-Listo. Supongo estará usted en su casa a las 6 de la tarde ¿cierto?
-Sí, está bien.
San Andresito es un centro de comercio, famoso por el tráfico de contrabando legal (usted colombiano me entiende). Dudaba de si pudiese encontrar allí los ya considerados cachivaches, remplazados por las modernas computadoras. Las primeras palabras que solté al acercarme al lugar fueron para preguntar por la entrada ya que, casualmente, lo estaban remodelando. Acerté a preguntarle a uno de los que trabajan allí -eso creo-, llevándome de inmediato a una de las acostumbradas tiendecillas donde sólo caben los productos y el vendedor. Eran tres los que se encontraban acurrucados en ese espacio, interesados al oír que preguntaba por el ya pasado de moda aparato. En unos instantes me trajeron la tan mencionada. La abrí y me di cuenta de que servía muy bien. Era una Olympia, y sus teclas dejaban presionar suavemente los caracteres sobre una factura de venta puesta de revés para realizar la prueba.
Los hombres me miraban buscando una señal de flaqueza y viendo que las conocía bien se escuchó decir al del medio:
-Ciento veinte mil pesos.
Brusca y maliciosamente me reí en sus narices para dar inicio desde aquel instante al negocio, que según iba yo tan mal en el precio, decidí mejor no regatearle nada y marcharme de inmediato.
Poco después, mientras caminaba por los laberinticos pasillos del incómodo centro comercial, un extraño se cruzó en mi camino y me preguntó qué era lo que estaba buscando. Al escucharme soltó un aaa, que me confirmó que tal vez presenció desde lo lejano el anterior y frustrado negocio. A la izquierda y luego bajando, me encaminó hacia otro de los locales donde una señora vestida a lo cristiano evangélico, faldón de jean largo y blusa anticuada, me indagó sobre lo que buscaba. Escuchó y me ofreció asiento. Y luego de sólo un minuto y segundos se me ofreció, en el mismo regazo, la misma máquina que me intentaron vender en la anterior tienda. Les hice saber lo ocurrido y sin pender los ánimos, la cristiana me dijo:
-¿Cuánto le pidieron allá?
-Ochenta mil pesos- mentí al descubrir su intención de ofrecerme menos.
-Aquí se le dejamos en setenta mil- aseguró en tono triunfante.
Di la negativa y las gracias, decidido a caminar la Calle 30, donde se encuentran unas tiendas de empeños. Era la última opción. Aquellas se distinguían de las demás –que había en un buen número en la ciudad– en que su mercancía no era muy reciente. Sin embargo, las únicas dos que hallé funcionaban con energía eléctrica. Y ¿qué sentido tenía comprar una de esas, si precisamente iba en búsqueda de un procesador de textos que no dependiera de los usos modernos? Por esta buena razón las rechacé.
Así pues, me quedó sólo la opción de la maquina del viejo, por los cuarenta mil pesos que pidió. Golpe duro a mi economía de estudiante y novicio trabajador.
Eran las cuatro de la tarde y tenía tiempo para llegar a casa de mi padre y comentarle la situación. Escuché su opinión al respecto y acordamos que lo adecuado era entonces ir con el viejo. Agregando él que no olvidara regatear su precio final. Aprobé sabiendo que no había heredado su don para toda clase de negocios: comerciaba por vocación y vendía por profesión.
A las cinco decidí llamar al teléfono que estaba escrito en mi libreta. La que miré curioso debido que hasta el momento no había sabido el nombre de aquel señor.
-Sí, aló. Señor Edilberto Pertuz. Qué tal, habla Juan -dije y se me respondió con una ola de palabras- Ok. Nos vemos.
No fue difícil hallar su residencia. Era uno de los barrios a los que solía ir de niño para visitar a mis abuelos. Pregunté a un extraño el camino para dar con… –acerqué mi libreta y miré atentamente– la calle 18B. Se me indicó que bajara aún más, y en la parte superior de una casa acurrucada en medio de una cuadra se vio el 57A-78. Indagué por el señor Pertuz. Y mientras una señora me despedía cordialmente por no encontrase el señor de la casa, retomé mis pasos para ver que don Edilberto venía principiando la cuadra, sonriente y con unas bolsas a punto de explotar, que mostraban venía del supermercado.
-Ya viene el señor- dije a la señora.
-Ah sí- se apresuró a comprobar mientras lanzaba una carcajada que estremeció no sólo mis oídos sino también sus enmarañados cabellos.
Me hicieron pasar a la pequeña sala y don Edilberto se dirigió de inmediato a un cuarto en busca de la máquina. Vino cubierta con una bolsa plástica naranja. Me la mostró y fingí no sorprenderme, era una Remington, con un detalle en las cintas de tela, nada grave, ya debía empezar a negociar.
-Bueno, señor Pertuz- comencé, mientras su esposa se sentaba al frente de mi asiento y uno de sus hijos hurgaba en una moderna computadora portátil o lap-top como a los jóvenes nos gustaba llamarlas- he venido por supuesto interesado en llevármela. Sin embargo, el dinero con el que cuento no es lo que usted pide.
Al escucharme arrugó la cara como lo hacen los simios y dijo:
-¡Uy hombre no me diga eso!
Continué:
-Tengo una buena opción con otra máquina, pero como soy hombre precavido, no la tomé hasta antes observar esta, y así tener ambas opciones. Si no la llevo a un precio menor con usted, me dirigiré mañana al centro y compraré aquella.
Antes de que lanzaran la inevitable pregunta a aquel comentario me adelanté a decir:
-Aquella no la tomé de inmediato por ser demasiado antigua y con algún defecto en las teclas de cambio de mayúsculas. Y a decir verdad, ésta la veo un poco más moderna… bueno ya saben ustedes a que me refiero con moderna.
El señor Pertuz volvió a su único argumento de la adquisición de la máquina para no desistir en su precio, además ayudado esta vez de su esposa. Ambos quisieron convencerme de que ese era el precio adecuado. Aquí acudí al as bajo mi manga: mirarlos directamente a los ojos y decirle con ellos húmedos que lo “que más deseaba era tener una máquina”… “en menos de treinta mil”. Al mirarme –yo patéticamente y él sonriente– finalmente accedió a rebajar “sólo unos diez mil pesitos”, como él mismo afirmó.

La computadora de mi contemporáneo y la máquina de escribir junto a mí, crearon un contraste que me agradó mucho y que la señora me dio oportunidad de comentar mientras me miraba inquisidora.
-Miren señores, este aparato deseo adquirirlo para establecer un ejercicio de escritura. La computadoras modernas te facilitan todo hasta tal punto, que terminas escribiendo lo que ellas te sugieren escribir y no lo que tú individualmente puedes hacer. Es a ese facilismo al que le huyo. Con esta máquina tendría la oportunidad de equivocarme y no ser corregido. Estos errores serían más resentidos por mí, y así tendría una próxima oportunidad para no errar. Además, me opongo a que perdamos el uso del tan buen papel.
Sus miradas a lo que dije me indicaron algo así como una mezcla entre un aire de respeto y cierta incomprensión frívola. No dejándome perturbar sentencié:
-Tome estos, y los diez que usted me dé a cambio serán para pagar papel, cintas y bus.
Hecho el intercambio, la acomodé bajo mis brazos y salí a la terraza para despedirme del señor Edilberto, quien mientras estrechábamos manos, afirmaba con su cabeza y admitía con tono de buen perdedor:
-Mis respetos a Cuentas, en verdad tienes talento. Buena máquina hiciste.

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